jueves, 31 de octubre de 2013

REGRESOS

Mi primera vez fue a los 12. Me acompañó mi padre. Recuerdo que los días previos fueron de emoción. Zapatos y medias nuevas, marrón franciscano. Sombrero con lazo, corbatita azul,  faldas casi por los tobillos, blancas como las camisas. Un vestido de igual color para la misa, en la que coincidíamos judías, católicas, anglicanas y seguramente alguna religión mas.
En el centro comercial cercano al internado, mi padre comía lo mismo que pedía el dueño y yo sanduches de dos pisos y banana split.
Y se fue, y me dejó sola por primera vez.
Me da risa recordar como aborrecí todo lo que ahora me encanta. Las empanadas llenas de curry y picante que vendían en el comedor de la escuela, los frijoles marrones con rabito de cochino, el tarkari de chivo, el ackee con su misterio venenoso, el jerk chicken de los domingos.
El lujo de ese día era torta con helado y el de los sábados papitas fritas picantes con cocacola mientras veíamos en el teatro al aire libre de la escuela alguna película, con tremendo chocolate barsix de postre. Me encantaba el pan de especias con queso de semana santa y quedarme el fin de semana en casa de alguna amiga china. Era gordita y penosa, nostálgica hasta del pastel de berenjenas de mi madre, que hasta ese momento me daba nauseas; en fin, una adolescente que estrenó medias de nylon y camisita de faralaos cuello cerrado y manga larga en ese calorón que era Kingston a fines de los 60.
En mi primera navidad de regreso a casa, mi madre, con crueldad o inteligencia, me recibió con las susodichas berenjenas que durante años traté de escupir a escondidas en las servilletas. Pocos vegetales hay ahora que me gusten tanto. Me reconcilié ese mes con los nacatamales de mi infancia aunque seguí teniendo añoranza por las hallacas que mi papá compraba en el mercado de Guaicaipuro durante todo el año.
Exigí innumerables viajes a Los Teques y El Junquito para comprar golfeados. Logré comerme la gallina rellena del 31, una de las mejores recetas de mi mamá, olvidándo aquella vez que le intentó torcer el pescuezo a una y la gallinita terminó semidegollada en mi columpio. Ese episodio y la vez que emborrachó a un pavo deben contribuir a mi pocas ganas de comer bichos con plumas, exceptuando el pato, que quién sabe por qué razón se salvó de mis fobias infantiles.
Pero hablaba de los regresos.
Cada vez que viajo, el regreso me llena de alegría y de nostalgia y viene envuelto en olores y sabores.
Ya he contado alguna vez que según Jorge, él y mi mamá me compraron en el mercado de Quinta Crespo, y será por eso que para mi no hay viaje sin los mercados, a donde corro en busca de mis socías, de mi cuna, de mis querencias, de mis vidas anteriores y llego a casa pensando en ellos.
En el pequeño mercadito de Vietnam donde desayuné con Rodrigo luego de mas de un año sin vernos. En los días en el mercado de Fremantle ayudandolo a él  y a Azdrubal con su puesto de arepas y cachapas. En Chow Kit, en Kuala Lumpur, mi última visita antes de tomar el vuelo de regreso.
Cuando llegué a Caracas lo primero que hice fui ir al mercado de Chacao. Ahí entre ventorrillos y precios inalcansables me sentí de nuevo en casa, compré los ingredientes para cocinarle las cenitas a los hijos y al marido, pensé en que si somos lo que comemos cada vez seremos menos por la brecha que hay entre el presupuesto del que disponemos y lo que cada cosa vale. Pensé en los productores de cacao de mi zona, en los pescadores de Paria, en las fincas poco productivas, en la fruta que cae y se pierde. Estoy nostálgica del país que nunca hemos sido, abrumada por el trabajo que tenemos por delante, extrañamente confiada de que todo vale la pena. Aquel primer viaje a Jamaica, esa primera vez que me quedé sola, fue de terror. Aún tengo por delante otras Primera Vez, pero sé que no estoy sola... o será que la soledad ya no me espanta.

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