Hace veinte años llegué a la Península de Paria para quedarme y no lo sabía.Sucre había sido hasta entonces una referencia de mi infancia en un tránsito hacia Margarita, cuando a los siete u ocho años, pasé unas vacaciones con mi familia en el entonces Hotel Cumanagoto de Cumaná... tiempos de la Conahotu, cuando Venezuela era Un país para querer y todavía no era El secreto mejor guardado del Caribe. Playa Colorada el ícono de nuestras playas y la autopista a Oriente, todavía hoy inconclusa, un supuesto proyecto de país.
Muchos años después,con el entusiasmo de los cuentos de Alfredo Maneiro y de David Paravisini, pasé varias vacaciones con mi hijo Rodrigo en Chacopata, donde acampamos muchas veces y supimos que una piqueta nos permitiría descubrir que Araya era una mina maravillosa de fósiles, pueblos como Manicuare, Salazar y la Angoleta. Que bastaba una pequeña inmersión para comer erizos frescos, pescar cachorretas y yucas y entregar dósis de felicidad a los niñitos que curioseaban nuestra carpa cuando decidimos regalarles una piñata.
Conocímos a Ignacio Arenas, escultor del barrio Las Palomas de Cumaná y supimos de su boca que los calamares también se llamaban lurias y que la bondad de este pueblo no nos abandonaría nunca jamás.Hoy Rodrigo es biólogo y cocinero y vive en Australia con sus dos hijitos y Gabriela.Y el país le duele.
Luego le tocó el turno al segundo hijo, Andrés, hoy periodista y cocinero de 30 años, dos hijos venezolanos y españoles y una esposa valenciana, Daniela, pero en aquel entonces celebró su primer mes y medio de vida en un apartamentito de Playa Grande, a la entrada de Carúpano, arrullado por los vecinos que día y noche nos machacaban con la canción de moda que decía algo sobre un cigarrito y un café. Hicimos una excursión hasta El Morro y Guiria, sin pasar por el Río Caribe donde vivo, y al regreso encontré todos los teteros quemados pues olvidé apagar la cocinilla eléctrica.Esa fue la primera olla que quemé en Paria.
Añísimos después, con Juan, mi marido y socio desde hace 27 años, jugamos con la idea de hacer de las arcillas de esa península de ocres inimaginadosque es Araya, las paredes de nuestra casa.
Pasó el tiempo y un viaje de amigas nos llevó a la otra península, a Paria, a San Juan de las Galdonas, a dónde nos mudamos días después del terremoto de Cariaco sin que una sola duda me ensombreciera el alma.
Fernanda, la tercera hija, tenía seis años.
Hoy, a sus 25, acaba de parir a Afeni Araía, mi primera nieta que acaba de nacer en Carúpano, por decisión de su madre caraqueña.
Nunca lo imaginé. En este país estremecido, tembloroso y dividido, irreconocible y esperanzado, tengo una nieta que habla de nuestra decisión de familia de hacer de Paria y sus sabores una ilusión, un proyecto, un hecho. Tengo una nieta de cacao, el producto que ha guiado nuestros pasos en la cocina, la manteca que untó la panza de mi hija en su embarazo, los bombones hechos aquí con los que celebramos su vida, lo que nunca falta en mi maleta cuando viajo y cocino.
No sé cómo agradecerle a mi hija tanta alegría. Ni a mis hijos que su segundo oficio escogido los haga llevar los sabores de este país donde nacieron en cada paso que dan por el mundo.
En veinte años cocinamos muchos proyectos... una biblioteca en San Juan, una radio que yo quise en un barco pero que terminamos armando en Río Caribe y que acaba de cumplir ya no se si 13 o 14 años, un periódico, un restaurante, un empeño con la sarrapia, con la pimienta de guinea, con morcillas y chorizos, un mostrar el patrimonio gastronómico que aquí encontramos, una tristeza imposible de llevar por tanto abandono y narcotráfico, un compromiso de alegría que es continuar mostrando lo bueno que hay.
Paria sabe a ron, a cacao, a especias, a multiculturalidad, a la esperanza de bienestar que quiero para una nieta cuyos nombres significan Salud y Promontorio que avanza hacia el mar. A un país lo mueve la esperanza, el compromiso, el trabajo con la comunidad y la decisión irrevocable de su gente de hacer solo lo mejor desde el espacio que ocupa. El mío es la palabra, la cocina y la honestidad.
Muchos años después,con el entusiasmo de los cuentos de Alfredo Maneiro y de David Paravisini, pasé varias vacaciones con mi hijo Rodrigo en Chacopata, donde acampamos muchas veces y supimos que una piqueta nos permitiría descubrir que Araya era una mina maravillosa de fósiles, pueblos como Manicuare, Salazar y la Angoleta. Que bastaba una pequeña inmersión para comer erizos frescos, pescar cachorretas y yucas y entregar dósis de felicidad a los niñitos que curioseaban nuestra carpa cuando decidimos regalarles una piñata.
Conocímos a Ignacio Arenas, escultor del barrio Las Palomas de Cumaná y supimos de su boca que los calamares también se llamaban lurias y que la bondad de este pueblo no nos abandonaría nunca jamás.Hoy Rodrigo es biólogo y cocinero y vive en Australia con sus dos hijitos y Gabriela.Y el país le duele.
Luego le tocó el turno al segundo hijo, Andrés, hoy periodista y cocinero de 30 años, dos hijos venezolanos y españoles y una esposa valenciana, Daniela, pero en aquel entonces celebró su primer mes y medio de vida en un apartamentito de Playa Grande, a la entrada de Carúpano, arrullado por los vecinos que día y noche nos machacaban con la canción de moda que decía algo sobre un cigarrito y un café. Hicimos una excursión hasta El Morro y Guiria, sin pasar por el Río Caribe donde vivo, y al regreso encontré todos los teteros quemados pues olvidé apagar la cocinilla eléctrica.Esa fue la primera olla que quemé en Paria.
Añísimos después, con Juan, mi marido y socio desde hace 27 años, jugamos con la idea de hacer de las arcillas de esa península de ocres inimaginadosque es Araya, las paredes de nuestra casa.
Pasó el tiempo y un viaje de amigas nos llevó a la otra península, a Paria, a San Juan de las Galdonas, a dónde nos mudamos días después del terremoto de Cariaco sin que una sola duda me ensombreciera el alma.
Fernanda, la tercera hija, tenía seis años.
Hoy, a sus 25, acaba de parir a Afeni Araía, mi primera nieta que acaba de nacer en Carúpano, por decisión de su madre caraqueña.
Nunca lo imaginé. En este país estremecido, tembloroso y dividido, irreconocible y esperanzado, tengo una nieta que habla de nuestra decisión de familia de hacer de Paria y sus sabores una ilusión, un proyecto, un hecho. Tengo una nieta de cacao, el producto que ha guiado nuestros pasos en la cocina, la manteca que untó la panza de mi hija en su embarazo, los bombones hechos aquí con los que celebramos su vida, lo que nunca falta en mi maleta cuando viajo y cocino.
No sé cómo agradecerle a mi hija tanta alegría. Ni a mis hijos que su segundo oficio escogido los haga llevar los sabores de este país donde nacieron en cada paso que dan por el mundo.
En veinte años cocinamos muchos proyectos... una biblioteca en San Juan, una radio que yo quise en un barco pero que terminamos armando en Río Caribe y que acaba de cumplir ya no se si 13 o 14 años, un periódico, un restaurante, un empeño con la sarrapia, con la pimienta de guinea, con morcillas y chorizos, un mostrar el patrimonio gastronómico que aquí encontramos, una tristeza imposible de llevar por tanto abandono y narcotráfico, un compromiso de alegría que es continuar mostrando lo bueno que hay.
Paria sabe a ron, a cacao, a especias, a multiculturalidad, a la esperanza de bienestar que quiero para una nieta cuyos nombres significan Salud y Promontorio que avanza hacia el mar. A un país lo mueve la esperanza, el compromiso, el trabajo con la comunidad y la decisión irrevocable de su gente de hacer solo lo mejor desde el espacio que ocupa. El mío es la palabra, la cocina y la honestidad.